viernes, 25 de noviembre de 2011
domingo, 20 de noviembre de 2011
viernes, 18 de noviembre de 2011
Una vez al mes.
viernes, 11 de noviembre de 2011
La guerra inconsciente
¿Ves lo que provocas?
Yo no se nada, no me doy cuenta.
Ingenuo, el público está atento.
domingo, 6 de noviembre de 2011
Abuela Miseria
Dicen que vivía en las afueras de un pueblo una anciana muy vieja y arrugada como una vieja manzana. Esa anciana era muy pobre, no tenía casi nada para vivir solo una pequeña choza, una mesa, una silla, una cama, un poco de fuego para pasar el invierno y nada más. Bueno si tenía algo. Tenía un pequeño jardín y en él había un árbol, un manzano. Pero ese manzano no era como cualquier árbol, ese manzano daba las frutas más gordas, ricas, sabrosas, jugosas de todo el mundo. Pero ese justamente era el problema con la anciana porque cada vez que las manzanas estaban maduras venían los mocosos del barrio, se trepaban en el árbol y robaban todas las manzanas y la pobre abuela se quedaba sin nada, con las ganas nomás de comer sus manzanas, esas ganas que uno no puede satisfacer, que arrugan la piel y ensucian el pensamiento.
Así que todo el día la anciana, sentadita delante de su fuego, esperaba la muerte. La deseaba fuerte, no tenía otra cosa que hacer. Y la gente del pueblo, siempre lista para burlarse de los más pobres, la llamaba “¡Abuela miseria!, ¡Abuela miseria! ¡Jajajajajaja!”, se burlaban de ella. Sin embargo, un día toco la puerta de la choza de la abuela miseria un hombre todo vestido de blanco con barba blanca. Él entró y dijo “Abuela miseria, sé que no has tenido muchas cosas en tu vida ni mucha suerte, así que puedes pedirme lo que quieras y te lo daré”. ¡Qué podía pedir la abuela, qué difícil de contestar esa pregunta! Se puso a reflexionar y finalmente dijo “Yo quiero... yo quiero comer mis manzanas, yo quiero que nadie pueda ni subir ni bajar del árbol sin mi permiso.” “¿Es eso nomás?” dijo el hombre de blanco, “¡Concedido! Ya verás...” y el hombre se fue y la abuela miseria se puso a esperar.
Y vino la época de los frutos gordos, sabrosos, maduros, y vino la época, por supuesto, de los mocosos del barrio. Los niños se treparon en el árbol e iban a coger una manzana cuando de pronto POP. ¡Se quedaron pegados, prendidos en el árbol sin poder moverse! “Abuela miseria, abuela miseria, ¡ayúdanos!” “¡No, no, qué lindo, niñitos en mi arbolito!” “Abuela miseria por favor...” Pero la abuela miseria no quiso saber nada y dejó a los niños secándose en el árbol durante 5 horas. Pero finalmente, como ella no era mala, los dejo bajar y estos se fueron corriendo, asustados, prometiendo nunca más volver.
Así que ahora la abuela miseria podía comer sus manzanas. Imagínense la primera, después de tantos años de espera. Nadie puede describir esa felicidad, pero lo que sí se sabe es que la abuela miseria se olvido de lo que pensaba antes sobre la muerte. Pero un día tocó la puerta de la choza de la abuela miseria otro hombre todo vestido de negro con cara pálida, era la muerte. Ella entró y dijo “Abuela miseria, como estás, soy la muerte. Este... si yo sé que me has llamado mucho pero no tenía tiempo para venir, tú sabes tengo tanto trabajo en la tierra. Pero acá estoy, hoy te toca, ven conmigo, te llevo.” En ese momento la abuela empezó a pensar de verdad en la muerte, en el olor de la tierra húmeda. Ya no quería morir, total ya tenía sus manzanas, estaba feliz. Así que dijo “Muerte... no seas malita, el camino está bien largo hasta el más allá... y soy una anciana muy vieja. ¿No podrías alcanzarme una manzanita de mi arbolito para el camino?”. La muerte accedió y subió en el árbol y la muerte iba a coger una manzana cuando de pronto POP, ¡se quedó pegada, prendida ella también sin poder moverse! “Oye, abuela miseria, libérame, la muerte no puede quedarse así en un árbol”. “¡Si, si, que lindo la muerte en mi arbolito!”.
Y la muerte se quedó en el árbol de la abuela miseria, pero ustedes se imaginarán el mundo sin muerte, terrible. Porque ninguna flor se moría, ninguna yerba, nadie podía caminar en ningún lado, y no se veía el cielo de tantos insectos que había y en los hospitales ya no había sitio. Pero lo peor era en los campos de batalla, imagínense, la cabeza por un lado, el cuerpo por otro lado y todo eso se movía vivo aún. Horrible, y eso la muerte lo sabía así que decidió hacer un trato con la abuela miseria. “Abuela miseria, vamos a hacer algo. Tú me dejas bajar, seguir haciendo mi trabajo tan necesario. Y yo nunca te llevaré, te quedarás para siempre.” “Ah, déjame reflexionar... está bien, baja pues”. La muerte bajo y se fue. Y la miseria, la miseria se quedó y se quedará para siempre en el corazón de los hombres y las mujeres de la tierra. Pero felizmente no hay solamente miseria, en el jardín de la miseria hay un árbol, un manzano que florece en primavera, que crece en el corazón de los hombres dignos y ese árbol se llama Esperanza.
Sueños de Hospital
Este es un pequeño cuento que escribí allá por el 2007, trata un tema que me marcó mucho por ese entonces y obtuvo un puesto considerable en un concurso escolar así que significa mucho para mi, espero les guste.
- Amor mío, chiquitín, ¿cómo ha sido tu día?
Un pedacito de gente corría a sus largos y morenos brazos con la mayor rapidez posible. La ternura con la que lo recibía era única e incomparable. Lo amaba, lo adoraba, era su único hijo.
Sus ojitos se cerraban para cuando su mami lo cargaba. Le relataba todo lo que había hecho en el día: aquello tan complicado a lo que llamaban sumas y como lo confundían las letras; esa linda chiquita llamada Lucía, su alegría cuando le invitaba una de sus Lentejitas.
Lionell acariciaba sus castaños cabellos, formando con sus dedos los rulos más queridos por ella en el mundo. Como lo quería, como lo adoraba, ningún tipo de cariño era igualable al que se tenían y la luz que irradiaban en aquel abrazo infinito era tal que la luz de la mañana sentía vergüenza.
- ... y todos corrimos hasta que la pelota se nos fue y calló en la ventana.
- Ay chiquito, pero ¿todos estuvieron bien?
- Si mami, pero me asusté mucho. . .
Y bajó su cabecita para admirar el barro seco de sus blancas zapatillas.
- No pasó nada hijito, no pasó nada. – agregó ella, acariciando sus delicados brazos y dejándolo nuevamente en el suelo. Un beso en la frente selló ese momento de enorme e inmensa ternura y amos sonrieron. A eso le siguió la no tan melodiosa voz de la abuela con el ya tradicional:
- ¡A comer!
Ambos fueron a lavarse las manos, él dejó el game boy en el cuarto y ella el maletín en su oficina, y se encontraron en la puerta de la cocina, para cruzarla de la mano y llegar al comedor.
La abuela, mujer morena con el cabello tan blanco como el cielo en invierno, los esperaba con una bandeja de asado con verduras. Él ya se precipitaba a abalanzarse contra la bandeja y lo detuvo la abuela.
- ¡No!, no me das tiempo ni de servir. Además, ¿acaso te has olvidado de la oración?
- Perdón abuelita... – se disculpó él, algo cabizbajo, mientras mama lo animaba con una sonrisa. Al verla, este también sonrió y así ella comprendió que se sentía mejor.
La abuela sirvió y se sentaron a rezar.
- Gracias Señor por la comida que recibimos y por las personas que lo han preparado.
- Gracias Señor por darme al hijo más precioso del mundo.
- Gracias mami.
Y empezaron a comer. A sus cortos seis años él era algo demorón para esto, y la abuela tenía mucho sueño, por lo que al terminar de almorzar se levantó de la mesa y se fue a dormir la siesta. Pero mami tenía mucho tiempo y paciencia y por su querido hijito ella se quedaría en la mesa hasta que terminara.
Su emoción por su primer día de clases hacía que no dejara de hablar de ello.
- Y todos contaron cómo eran sus casas y ¿sabes qué?, no somos los únicos que vivimos en edificios, ¡y hay casas de muchos pisos y no son edificios!
- Si hijito, hay casas de muchos pisos. Abre la boca, aquí viene el asado.
- Mmm... – y pensó lo siguiente que contaría mientras masticaba un pedazo de zanahoria.
- También hablaron de sus familias, mami.
Su expresión cambió radicalmente. Leonell se puso algo nerviosa mientras volteaba vista hacia el techo. Tenía miedo de esa pregunta, siempre le había temido, pero no podía evitarla para siempre.
- Mami, ¿dónde está mi papi?
- Hijito pequeñín...
- Mami, ¿él me quiere?
- Chiquito, papi te quiere mucho pero se tuvo que ir, necesitaba hacer un viaje muy largo. Pero no te sientas mal porque no está aquí.
- Pero todos viven con sus papitos...
- Chiquito, no te preocupes, desde donde está él te quiere y mucho, pero lo que no quiero que olvides es que nadie te querrá nunca como yo.
- Yo también te quiero mami.
Y comenzarían a darse otro abrazo infinito cuando una luz empezó a salir de sus ojos. Luz, mucha luz, Lionell tenía que cerrar sus ojos para que no le lagrimearan. Empezó a gritar su nombre pero no lo escuchaba responder y la luz se volvía más fuerte. Sintió su espalda caer sobre una especie de cama dura, durísima. Se sintió acomodarse boca arriba, las piernas abiertas, y esa luz cegadora. De pronto esa luz se fue.
- Levántese señorita Sánchez, hemos terminado.
Leonell estaba algo soñolienta y confundida. Se tocó el estómago y luego bajó su mano hasta el vientre bajo. Sintió algo húmedo, lo vio y reconoció algo de sangre. Se sentía cansada, adolorida, vacía.
- Bájese de la camilla, tengo otras pacientes.
- Ya va.
Lionell bajó y se vistió nuevamente. Le dolía todo, no podía creer lo que le habían obligado a hacer.
- ¿Cuánto es?
- El señor ya se encargó de pagar, retírese rápido y no diga ni una sola palabra.
Leonell escuchaba con la mirada perdida pero fijada en el suelo. Fue al encuentro de Manuel, que ya la esperaba en el carro viejo. Subió pero no podía sentarse, así que se hecho en la parte trasera, boca abajo. Camino al departamento ella no podía dejar de pensar en aquel sueño, aquel sueño.
Subió las escaleras con algo de dificultad, ya en su cuarto se echó en la cama y se puso a llorar, a llorar todas las lágrimas del mundo. Había sido tan real, tan real, no hubiera querido que acabara.
- Leo, sirve para algo y prepárame la cena.
- No puedo – respondió ella entre sollozos.
No hubo respuesta, pero empezó a escuchar pasos venir de la cocina. La puerta se abrió e hizo el sonido más fuerte que ella había escuchado. Leonell sabía lo que ahora pasaría.
- Tú nunca no puedes hacer algo, ¿oíste? Si yo lo digo es ley – le dijo mientras la jalaba de los cabellos.
Tras una cachetada la tiró en la cama y se largó a ver que podía encontrar en el refrigerador.
Lionell no podía dejar de llorar. Se metió en la cama bajo las sábanas frías tratando de buscar algo de calor, y se acurrucó jalando sus rodillas hacia su pecho. La almohada no era la más suave de todas, pero no importaba. Y así, en posición fetal, esperó el sueño para poder volver a ver la carita de su chiquito.